Publicada en Épale Ccs Nro. 49: http://www.ciudadccs.org.ve/?cat=430
Una vez al año, durante una temporada cuyos meses no recuerdo, los muchachos de 18 a 28 años teníamos que andar por la calle mirando para los lados, temerosos, pendientes de la aparición de algún policía, Guardia Nacional o soldado, cuya misión era secuestrarnos y llevarnos a “cumplir el servicio militar obligatorio”. Así se le decía al acto de ir a perder un año y medio de tu vida en un cuartel, casi siempre en un campo o ciudad lejos de donde vivías.
Para los más viejos o para quienes ya habían “cumplido” la cosa era más bien una fiesta. Verlo a uno pegar carreras, verde del pánico, o tratar de esconderse, les causaba una risa del coño, y había jodedores que, cuando aparecían los secuestradores uniformados, se dedicaban a echarles paja a los muchachos que se escondían en los comercios. A más de uno lo sacaron así, de atrás del mostrador de una zapatería, luego de que un simpático pajúo le informara al paco que ahí había uno escondido. 15 bolívares les pagaban a los funcionarios por joven capturado.
Después de mucho escapármele a la autoridad vine a caer una vez, mansamente, dentro de una buseta. Tan fácil como que se subieron unos tombos en la esquina de Carmelitas y nos pidieron la cédula a todos los varones. Mostré la mía y eso fue todo; me invitaron a subirme en una jaula de la PM full de chamos de mi edad, y además tuve que pagarle el pasaje al coñoemadre de la buseta.
Al llegar a Fuerte Tiuna una hilera de soldados nos recibió con pitas e insultos. Como el metro estaba recién inaugurado y cada rato la gente inventaba chistes con los nombres de las estaciones algunos nos gritaban, imitando la voz de locutor que salía por los parlantes: “Estación Conejo Blanco. ¡A desalojar el tren!” (Conejo Blanco se llamaba antiguamente el sector donde está construido el Fuerte Tiuna). Las muchas angustias de quienes no queríamos cumplir el maldito servicio eran indescriptibles, pero basta mencionar una: en tiempos en que no existían los teléfonos celulares uno no dejaba de pensar en la familia, en cómo comunicarse o en cómo o a quién pedirle ayuda. Secuestro es secuestro, compañero.
Después de una tarde-noche de insultos, provocaciones y hambre (no nos dieron de comer) fuimos a dormir en un galpón lleno de literas. A las 4 de la mañana entró una parranda de soldados a hacer bulla con ollas y peroles, a gritarnos “¡A levantarse, reclutas! ¡Nuevo es nuevo y su apellido es mierda!”. Y entonaban el toque de Diana (ese mismo que luego se puso de moda los días de elecciones) acompañándolo rítmicamente con esta perra letra:
“Levántate, recluta,
que ya amaneció
¿Por qué no te viniste
cuando me vine yo?
Tiende bien esa cama
Me lavas los peroles
Te lanzas la mierdera
Lavas los interiores…”
La descripción de la jornada es larga, como larga fue la cola de cinco horas que tuvimos que hacer para entrar a un cuarto para hablar con un sargento o vaina parecida, que nos daba el último chance de demostrar que no éramos elegibles para cumplir el servicio. El que convencía a ese tipo recibía un carnet que lo salvaba de ser secuestrado por un año y medio y salía en libertad; el que no, pasaba a un cuarto anexo para que le rasparan el coco y le daban su uniforme de soldado raso, listo para ser vejado por los antiguos.
Yo tenía al menos dos pretextos legales: era estudiante y era además el único sostén de mi hogar.
Lo de ser estudiante lo demostré con mi carnet de liceísta. Cuando le dije al bicho que era sostén de hogar me miró con una risita burlona y me dijo: “Bueno, se le irán a caer las tetas a tu hogar, porque tú de aquí no sales”.
Puro sicoterror. Ese mismo día salí con mi flamante carnet de “No elegible, por ahora”.