sábado, 24 de septiembre de 2011

Las casas de ahora; las casas que vienen

La vivienda se convirtió en un problema por los mismos motivos que convirtieron en problemas a la alimentación, la recreación y la fabricación de bienes.
Nota para distraídos: no he dicho que los problemas sean la falta de viviendas, de alimentos, de opciones para el solaz o de objetos útiles. La insinuación que queda en el aire es el objeto de estas reflexiones, producto de conversas con gente que vive haceres orgánicos: en el capitalismo la vivienda es un problema porque el tipo de relaciones humanas que produce viviendas (y alimentos, y diversión, y objetos) en este sistema es perverso y criminal.


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Ningún individuo o familia humana puede vivir tranquilamente y sin sobresaltos en una vivienda capitalista, ya que ésta fue hecha por esclavos, por hombres atormentados, rabiosos, frustrados en las aspiraciones elementales de su vida. Los obreros que construyen las casas de este sistema por lo general viven en ranchos lamentables e insalubres, y no hay casi nada que agregar a la letra de aquella canción titulada “Juan Albañil”. El modo de producción capitalista ha “organizado” de tal manera sus dinámicas que no parece haber forma de escapar a lo que impone una vergonzosa división social del trabajo. La frase o idea: “El ser humano construye sus viviendas” se ha pervertido hasta convertirse en rigurosa mentira, porque la verdad es que una clase social esclavizada, excluida, expoliada, humillada y triturada le hace las casas a sujetos y familias que ganaron o ganan la plata suficiente para pagarlas, pero a cambio perdieron la capacidad de hacer cosas con las manos.
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¿Cuál es el origen de esta perversión y de cuándo data? Es muy antiguo, sí; lo colosal de Fenicia, Egipto, Grecia y Roma es obra de esclavos. Pero en el siglo XIX, el de la revolución sicópata que fue la Industrial, hay que buscar las claves y elementos que masificaron y multiplicaron lo munstruoso a escala planetaria: el perfeccionamiento del cemento y su mutación en hormigón o concreto armado. Y más tarde, en el XX, la apoteosis del acero y el asfalto.


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El fenómeno de la quimera del cosmopolitismo de las grandes masas, hijo directo de la conversión del ser rural en ser urbano, arrastra otro tipo de desajustes afines: cuando se entra en la fase del aburguesamiento ya casi nadie quiere ser campesino, sembrar y cosechar alimentos, ensuciarse las manos, sudar a causa del trabajo físico. Quien no quiere ser profesional o patrón y dueño de la vida de gente esclavizada quiere ingresar en una categoría insólita: el “trabajo intelectual". Hay unos personajes que trabajan con las manos; hay otros, que se sienten superiores y consideran deleznables a aquéllos, y dicen "trabajar" con el cerebro. Unos construyen la sociedad mientras otros, que se dicen intelectuales (de izquierda o derecha, da lo mismo), sueñan otra: no-te-lle-vo-na-da.
De modo que ¿para qué voy a producir alimentos si se eso se encargan esos seres primitivos (el campesinado o lo que queda de él) que lo hacen por mí, y esos otros seres inferiores que los traen en camiones hasta el supermercado? ¿Para qué hacer mi casa si hay tanto obrero que las hace en serie por un sueldo miserable? ¿Para qué enseñarle a mi hijo cómo hacer una casa si cuando yo muera heredará el apartamento que compré? ¿Por qué decirle a mi hijo que es importante que haga su casa, si para eso él estudia (será un profesional de clase media y no necesitará ensuciarse las manos) y mientras tanto los esclavos de hoy también tienen hijos que harán las casas capitalistas del futuro?
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A principios de (2011) trabajé o intenté trabajar en un refugio para damnificados. En los sótanos del canal Venezolana de Televisión vivían entonces 52 familias (180 personas) a las que el Gobierno les garantizaba camas, espacios para cocinar y lavar y algunas actividades recreativas. Algunas de esas personas trabajaban y otras permanecían allí a la espera de una respuesta de las autoridades. Los compas encargados de organizar a esas personas hicieron un censo para obtener información básica sobre su condición socioeconómica. Ese censo arrojó varios resultados insólitos; de ellos, el que nos concierne reveló que, de 84 hombres, 57 afirmaron ser albañiles o ayudantes de albañilería. Ninguno de ellos fue convocado para que trabajara en la construcción de sus respectivas casas. Los esclavos que han dado forma e infraestructura a Caracas permanecen descansando en una cama mientras otros esclavos les hacen sus viviendas. El colmo de la estupidez. Una estupidez tan trágica que le congela a uno la risa en la boca.
Hacia el mes de marzo fui con varios de estos compatriotas al lugar donde perdieron sus viviendas (sector Macayapa, Lídice, Caracas) y que quedó devastado por sucesivas lluvias y derrumbes. Allí entrevistamos a varias personas que se negaban abandonar la zona. Un señor llamado Ender, colombiano, aportó ciertos datos también escalofriantes. La casa donde “vive” consiste en tres láminas de zinc; la cuarta pared era la ladera de un cerro que ya debe haberse venido abajo. Su oficio: la albañilería. Cada mañana tiene que bajar de ese escenario de guerra, tomar una camioneta hasta el metro. El tren lo dejará en una parada para tomar otra camioneta, que lo llevará hasta una quinta lujosa en Macaracuay.
Así transcurre un día en la “vida” de Ender, quien por cierto anda cerca de los 60 años: él ocupa de 8 horas diarias remodelando una casa ajena, más las dos horas que gasta en el transporte de ida y dos más en el de regreso. Son 12 horas invertidas en embellecerle la casa a un rico; si tiene “suerte” y consigue que lo contraten gastará la misma cantidad de tiempo y energía construyendo alguna casa o edificio nuevos. Ender debe además dormir unas siete horas porque al día siguiente continúa la faena: van 19 horas. Le quedan cinco horas del día para hacer algo más, y ya veremos si ese algo es importante: comprar alimentos, hablar con sus hijos y sus panas, hacerle el amor a su mujer, entretenerse, REPARAR SU PROPIA CASA. Y ya vendrán los adoradores de las letras y los libros y el “saber” académico, los que se hicieron “socialistas” a punta de leer y navegar por internet, a exigirle que lea un libro, que haga activismo a favor de un partido político, que fije posición sobre el país y sobre Libia, que vaya a una marcha o que integre un consejo comunal.



Sin ir más hondo en la vida personal de este caballero, le preguntamos si no le parece que algo anda mal con eso de invertir más energía en la mansión de un rico que en la suya propia. Quisimos provocarlo con la paradoja espantosa de que un albañil viva en una barraca porque no tiene tiempo para reconstruirla, o para mudarse a otro lugar y construir un espacio digno (porque ese de Macayapa de todas formas iba a derrumbarse o ya se derrumbó). Respondió: “Pero para hacer eso necesito reunir unos reales para comprar material”. La pregunta siguiente iba a ser: “¿Y cuánto dinero puede acumular usted?”, pero ya eso hubiera sido una falta de respeto.
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En esta fase angustiosa y terminal del capitalismo la vivienda y lo demás son problemas porque ya el ser humano no piensa en satisfacer necesidades reales SUYAS, sino en cubrir necesidades del capital y de su espacio territorial por excelencia: la megalópolis, la urbe, la gran ciudad. Ninguna persona tiene la necesidad real de vivir en una ciudad monstruosa donde no hay convivencia sino competencia entre millones de seres humanos. Ese estado de cosas sólo le viene bien al capitalismo, y por supuesto a sus beneficiarios: el amo, el vendedor, el que se hace rico con las ansias de consumo de millones de esclavos apretados en un campo de concentración.
¿Soluciones o propuestas? Las hay por montones, pero el fantasma que empuja a la gente a despreciar el campo y a volverse un cosmopolita o su caricatura termina por ver estas experiencias como hechos marginales y sin vocación propagadora. Entre las que conozco me han entusiasmado el proyecto o concepto “Poblados Integrales” de Los Cayapos y El Arca de José. El primero es una propuesta de poblado de unos pocos grupos o familias (con la idea de que se multiplique en varias experiencias) autogestionario y cuestionador del capitalismo y sus mecánicas. Un poblado donde la gente genere alimentos, discusión política, espacios propios para la formación (para lo cual tiene que ponerse al margen del sistema educativo tradicional, fábrica de burgueses y esclavos por antonomasia) y que reinvente las formas de organización para el trabajo y el entretenimiento. Las casas son de barro y materiales desechados por el capitalismo; los constructores son gente sin complejos ni pruritos burgueses: usted debe hacer una casa así sea médico, ingeniero o indigente, y esa casa no la heredarán sus hijos, porque éstos participarán en su construcción y por lo tanto ya tendrán en la mente y el cuerpo la información necesaria para construir la suya propia después, con su gente cercana. Con sus hijos (los nietos de usted), que en el siglo XXII harán otras casas con esos muchachos y muchachas que todavía no han nacido.
Y la segunda propuesta, quizá menos colectivista pero igualmente revolucionaria, es el hombre-casa que mantiene vivo y activo a José Rondón para desafiar unas cuantas “verdades” establecidas acerca del ser humano y su vida útil. Rondón comenzó a hacer esa casa a la edad de 64 años, ya tiene 95 (en 2011) y decidió que no dejará de construirla nunca. Es decir, trabajará en ella hasta el último día de su vida. El Cayapo ha dicho al respecto que es una decisión anticapitalista porque “en las grandes ciudades las personas mayores se jubilan cuando dejan de producirle al sistema; en cambio, en el campo muchos viejos entienden naturalmente que nadie se jubila de la vida”.







Una interesante trampa para ganarle a la vejez entendida como fase en que el ser humano se vuelve inútil: si en lugar de empezar a hacer una casa para no terminar nunca de hacerla José la hubiera construido con el criterio de culminarla para echarse a morir en una cama, el tipo ya hubiera muerto o estaría permanentemente acostado y convertido en un anciano inmóvil (casi un cuerpo inerte).
En la síntesis o combinación de esas dos propuestas puede encontrarse el posible germen de una tarea decisiva: empezar a soñar y a construir la otra forma de convivencia, esa donde en lugar de exigirle al gobierno o a las empresas que nos regalen viviendas o nos den créditos para seguir alimentando al capital se nos convierta en costumbre el acto noble de hacer casas (y otras cosas) con nuestras manos.
La tarea nuestra (y hablo de este ser nómada, más testigo que protagonista de estas experiencias) es masificar el conocimiento y discusión de estas experiencias. Tratar de que sean objeto de análisis, práctica y enriquecimiento por parte de mucha gente. Cuando se me ocurra otra la abordaré con mucho gusto.







domingo, 18 de septiembre de 2011

El Discurso del Oeste: un hito más en el camino

¿Y para qué clausurar un blog? ¿Cuándo y en qué momento debe decidir uno abandonar un espacio, o cambiar el lugar para publicar lo que uno considera publicable? En el caso particular de mi relación con este blog tiene que ver con un cambio de perspectivas (geográficas y vivenciales, básicamente) y también con la verificación de que mi propia vida dio un vuelco más o menos notable en el último año. Ambas circunstancias han hecho que la referencia al “Discurso del Oeste” sea ahora de observador al margen o de caminante que hace escalas, y no de disparador desde el centro del fenómeno. Distintas edades, distintas trincheras, distintos sujetos: yo no soy o no creo ser el mismo sujeto que escribía en La Casa del Perro en 2004, ni El Discurso del Oeste desde 2005. Sería una tragedia realmente aterradora si en seiso siete años de caerme a golpes con el país y mis adentros siguiera siendo el mismo tipo o pensara igual.

Yo viví en la parroquia 23 de Enero (con alguna pausa para ensayar y fracasar en la construcción de dos o tres relaciones de pareja u “hogares” fuera de la parroquia) entre el 6 de agosto de 1981 y el 22 de diciembre de 2009 (este acontecimiento marcó mi mudanza de casa de mi hermano, con rumbo desconocido). Fueron 28 años y unos pocos meses de un proceso personal de urbanización o caraqueñización. Más de la mitad de la vida se me fue en eso. No me arrepiento porque a fin de cuentas uno es lo que vive y mire que yo me he gozado lo vivido, y eso incluye los coñazos y dolores. Pero hace unos años comenzó otro proceso: la revisión del por qué forzarme a ser animal urbano cuando el cuerpo y la conciencia lo que me pedían era el regreso a la tierra. Y en el 2010, los primeros ensayos de ejercicio de mi nomadismo fuera de Caracas.

El caso es que en mi última etapa de vida en el Veintitrés comencé a formular unas cuantas reflexiones y observaciones sobre cierto movimiento telúrico muy perceptible en la historia y en el cotidiano de esta ciudad: la división cultural y política, en la conciencia colectiva de los caraqueños, en Este y Oeste. Mucho idiota o flojo o inhabilitado para leer creyó interpretar en esa propuesta que todo el que vive en el oeste geográfico es comunista y chavista y revolucionario, y todo el que vive en el este es oligarca y escuálido. Hubo un tiempo en que intenté explicar la formulación con toda la sencillez posible, simplificarla hasta donde pude sin que se me convirtiera en un folleto para vender ropa o videojuegos, hasta que me di cuenta de que en un país cegado por la sombra de Chávez (a quien unos consideran un dios suprahumano o coloso incapaz de equivocarse, y otros un estúpido campesino aspirante a tirano) es inútil plantear nada que no sean vivas o mueras al presidente de Venezuela, bajo riesgo de parecer loco o sospechoso. No es que haya gente que entiende o no entiende el planteamiento, no: es que nadie o poca gente va a tratar de comprenderlo si el título no indica claramente que pertenezco al Psuv o a Primero Justicia. Coman mierda entonces. Yo no pertenezco a nada ni a nadie.

Pero más allá del tema de los cándidos, distraídos o imbéciles interlocutores está lo que mencionaba antes sobre mi perspectiva trastocada: aunque El Discurso del Oeste sigue y seguirá siendo una de las reflexiones e investigaciones que más pasión y esfuerzo militante me genera, ya no tiene sentido que yo hable desde un lugar denominado así. Porque aunque, ahora más que nunca, creo en el ser humano de las urbes que lucha desde la pobreza (el ser humano del Oeste cultural) ya no es ese el ámbito de mis esfuerzos y luchas personales y políticas. Decía que mi nomadismo me ha llevado a la otra Venezuela (al Monte y Culebra), a enamorarme de una montaña, unos ríos y unos seres formidables en su anonimato, y ahora quiero y debo escribir desde allí. Ya no desde el caraqueño que me empeñé en ser, sino desde el tránsito hacia otras geografías y otros puntos de vista. Ya mi discurso personal no tiene su asiento geográfico ni vital en el Veintitrés de Enero ni en Caracas; mi verbo, mi afecto y mi condición de hombre en tránsito relampaguean ahora por carreteras y campos, por poblados y despoblados.

En este transitar me tropiezo nuevamente con Caracas, cómo no, esta ciudad es parte del camino. Y no es paradójico porque mientras liquido unos compromisos en el Instituto de Desarrollo Rural tendré que continuar el rodar y el recorrer. El Discurso del Oeste pasa a ser entonces una escala más en el país al que me empuja una Tracción de Sangre que todavía tiene mucho que empujar a este cuerpo.

¿Cómo se remata esta especie de artículo? ¿Acaso con un ensayo de credo o creo? Va:

Creo en el ser humano que lucha desde la pobreza y contra la opresión
en el país que abandonamos para tratar de convertirnos en urbanos y cosmopolitas

Creo en el trabajo de construcción de la otra sociedad aunque tengamos todavía que destruir lo existente

Así que creo en los poderes destructores del pueblo

y en quienes, mientras tanto, sueñan un futuro